Resulta difícil moverse en un país donde la discrepancia se resuelve con descalificativos inapelables, donde las posiciones políticas o culturales, por ejemplo, son inmunes a cualquier debate sosegado y donde el ejercicio de convencer con argumentos supone un esfuerzo cuyos resultados son casi siempre estériles. Debe ser nuestra forma de ser, dicen los más perezosos, o la intolerancia congénita que nos hurta el debate necesario para sacarnos de nuestra posiciones numantinas y en muchos casos del error .
El periodista y escritor Arturo Pérez Reverte firmó hace uno días un artículo en el que recogía esta «virtud» tan española a cuenta de sus breves apariciones dominicales en twitter, en las que se desahoga sobre la actualidad patria y recibe, cómo no, una rociada de insultos y descalificaciones reflejo el carácter de nuestro paisanaje. Conste que no estoy de acuerdo con muchos de los postulados de Pérez Reverte pero admiro su arrojo para exponerse públicamente ante el personal sin necesitarlo.Y lo hace con dosis elevadas de humor, de su vasta cultura bibliográfica y su experiencia de ex-corresponsal de guerra.
Me viene al pelo esta reflexión porque acabo de terminar la lectura de un monumento a la intolerancia hispana más cruel contenida en el libro del historiador británico Paul Preston y que lleva por título «El holocausto español» . Sus casi 700 páginas son un pormenorizado relato del origen de la guerra civil española, la espantosa violencia de ambos bandos y la no menos cruel venganza ejercida en la postguerra.
Es un libro que duele. La descripción de los crímenes y sus autores nos hunde en lo más miserable y hediondo del ser humano y sus protagonistas son españoles. Si se lee con la cabeza fría es un antídoto contra la crueldad e intolerancia, pero no es fácil dejar de tomar partido.
Vivimos ahora tiempos difíciles de grave crisis económica y de valores éticos, con una clase política, en general, lamentable pero seguimos echándonos los trastos la cabeza. El insulto vale más que un argumento. Y como en tiempos de la guerra civil hemos recuperado términos que parecían superados, como «rojos» y «fascistas» para denigrar a al adversario político. Será que no hemos aprendido nada de nuestra historia y por ello estamos condenados a repetir errores una y otra vez sometidos a un bucle que desprecia el respeto por quien opina diferente y ajenas a una educación y cultura que nos salve de nuestras miserias. Así nos va.